Muestrario de palabras/Cuento

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lunes, octubre 30, 2006

Pesadillas en Boliva (Parte 2)

AUTOR: Malcom Peñaranda


Luego de mucho insistirle al pasivo del taxista, nos envió hasta Sucre en otro taxi que milagrosamente pasó por allí en esos momentos. Cuando llegamos al aeropuerto, nos hicieron pasar al avión directamente (éste ya era un Boeing 727, no una avioneta) y el equipaje lo tiraron en la bodega de equipajes de la aeronave porque según ellos, llevaban más de media hora esperándonos. Por qué nos esperaron? Porque los otros pasajeros del otro taxi armaron un escándalo para que nos esperaran. Al abordar el avión, los demás pasajeros nos recibieron con una rechifla que ni que hubiésemos sido jugadores de la selección boliviana de fútbol y acabásemos de perder la clasificación.

Lo que siguió fue un vuelo boomerang, como lo llaman los canadienses, o “la vuelta del bobo”, como lo llamamos los colombianos. Viajamos hasta Santa Cruz de la Sierra, ciudad situada al sur-oriente del país, para devolvernos luego hasta La Paz, situada al nor-occidente del país. Sería por cuestión de demanda, o tal vez porque la aerolínea se llamaba Aerosur. Llegando a La Paz, nos anunciaron que aterrizaríamos en el aeropuerto de El Alto en contados minutos. Sentí cuando la aeronave bajó el tren de aterrizaje y me asusté un poco porque el avión no descendió un solo metro, sino que aterrizó con la misma altura que traía, como si se tratase de un águila en la cima de una montaña. Pensé para mis adentros: “será que ya estamos muertos y estamos llegando es al cielo?” Al bajar me enteré que el famoso aeropuerto quedaba a 4.800 metros sobre el nivel del mar! Al intentar caminar me sentí pesadísimo y como si el aire sólo llegara hasta la mitad de mis pulmones. Minutos después, los extranjeros que veníamos en el vuelo empezamos a caer desgonzados, perdiendo casi por completo el conocimiento. “Es el sorochi”, me decía un boliviano con una sonrisa entre pícara e indiferente. Luego nos llevaron a la enfermería del aeropuerto y un médico nos chequeó y nos contó que lo que teníamos era el mal de la altura, o “sorochi”. Nos sirvió una bebida aromática y nos la hizo beber a grandes sorbos. Cuando pregunté qué era, me contestó que era té de coca! Casi lo vomito del susto!!!

Té de coca? Tenían que narcotizarme para aliviarme el maldito sorochi? Con la mala fama que cargamos los colombianos y ahora un médico me hacía consumir coca? Viendo mi angustia y mi ignorancia de tan exótica bebida, el médico me aclaró que era solo un té relajante y reanimante, pero que no tenía efecto narcótico alguno. Y yo que ya tenía los cojones en la garganta, qué me iba a relajar con un té!!!

Luego el médico nos enseñó a caminar y respirar en semejante altura y nos provisionó con unas pastillitas para cualquier síntoma posterior. Reclamé el equipaje y entonces pensé: “y ahora cómo carajos llego a La Paz?” Me acerqué a la burbuja de información y me dijeron que un taxi me costaría el equivalente a 12 dólares, pero yo solo tenía 10. Justo en ese momento llegaron dos gringos que no sabían ni una palabra de español y que representaban mi salvación. Les serví de intérprete con una sonrisa de oreja a oreja y con una amabilidad superior a la de cualquier prostituta con pocos clientes. Les conté luego mi historia, y como eran una pareja de turistas otoñales que se gastaban su pensión de jubilación recorriendo el mundo, se compadecieron de mi tragedia y se ofrecieron llevarme en el taxi que tomaron hasta el hotel, que concidencialmente era el mismo que yo había elegido. Y aleluyah! Allí sí recibían tarjetas de crédito!!! Caminé hasta el centro de la ciudad y encontré un cajero automático que me dio solo cincuenta dólares, dinero que yo creía suficiente para llegar hasta Colombia, pues no pensaba gastar en nada diferente a los impuestos de salida de Bolivia y Perú.

En la noche invité al par de viejitos gringos a cenar y me gasté una parte del cupo que me quedaba en una de las tarjetas de crédito, con la cual también pagué el hotel al día siguiente. Ellos estaban fascinados con La Paz, yo en cambio, la veía como una ciudad cárcel que más que paz me producía angustia. Les emocionaba pensar que el día siguiente conocerían indígenas andinos en su hábitat. Al día siguiente, me fui temprano al aeropuerto y compré un boleto en el primer vuelo que salía a Lima, en un destartalado avión de Aeroperú que hacía escala en Cusco. Pagué con la otra tarjeta de crédito, aún cuando sospechaba que ya no tenía cupo porque me había antojado de ropa en Buenos Aires. El boleto costaba 200 dólares, mucho más de lo que yo había imaginado. Pero aprobó el cargo. Pagué y me retiré a una cafetería a tomarme el último té de coca, esta vez sí para relajarme. Faltaban pocos minutos para abordar cuando escuché que me llamaban por el altoparlante del aeropuerto! “El señor Malcolm Peñaranda es solicitado urgentemente en el puesto de información”. Se me congeló la sangre en las venas!!!

Me habían rechazado la tarjeta de crédito? Me deportarían por fraude? Era delito para los extranjeros beber el puto té de coca? Tendría que viajar 24 horas en autobus boliviano para llegar a Lima? Me vería obligado a pasar nadando el lago Titicaca para poder llegar al Perú? Las piernas me temblaban desde el tobillo hasta la ingle cuando llegué hasta el puesto de información....

Entre el cielo y el suelo (Parte 2)

AUTOR: Malcom Peñaranda

Pensé entonces si valdría la pena darle la misma cátedra que les había dado a mis estudiantes del curso de metodología y currículo: “el orígen del hombre como concepto filosófico”. Para hacerlo había tenido que estudiar, leer y re-leer a Descartes y buscar mil y un métodos para hacerlo comprensible para aquellos profesores de primer grado del escalafón. Empero, me tomó más tiempo del que había planeado y sobretodo, lograr que entendieran su vinculación con la filosofía de la educación moderna. Pero no, a esa mujer no le iba a interesar semejante tema. Tenía que encontrar una forma de callarla! Y no podía ser con un pedazo de “carne”. Bingo! Tal vez si le explicaba el Edipo mal resuelto de su amante, ella entendería porque él siempre quería que se pusiera unas prótesis más grandes en sus ya abultadas pechugas. El servicio a bordo me salvó de entrar en semejante explicación freudiana.

Más tarde, al sobrevolar Cuba, me hizo la segunda pregunta más estúpida que me han hecho en la vida “estás seguro de que Cuba es una isla?” Me argumentó que llevábamos más de 20 minutos sobrevolándola y no acabábamos de pasarla. Entre desesperado y cansado, le contesté que había estado en Cuba dos veces y por ninguno de sus extremos se conectaba con el continente. Finalmente empezamos a ver los cayos y poco después el enorme Airbus 320 aterrizó bruscamente en el aeropuerto de Miami. Respiré aliviado. La capital del sol no solamente me representaba descansar un poco y volver a disfrutar de la charla de mujeres inteligentes, sino asistir a esa fiesta salvaje sorpresa que ya me intrigaba.

En la fila de inmigración, la rubia tetona me extendió un papelito con su número telefónico para que fuese a visitarla donde su “papi” (Sugar Daddy), un amante de medio pelo que imaginé tan ordinario como ella. Al salir de las filas de inmigración y de la aduana, encontré a mis amigos esperándome con un gracioso cartel que leía “welcome to sex paradise”. No me ruboricé como ellos esperaban, por el contrario, sonreí porque los demás colombianos del vuelo me miraban escandalizados.

Confirmé mi conexión del día siguiente. me deshice de mi equipaje en el guarda-equipajes del concourse H y me acomodé en el jeep que ellos llevaron para recogerme. Nos dirigimos directamente a South Beach. El aire caliente en mi cara me recordó emociones pasajeras. Al llegar al famoso Ocean Drive, nos ubicamos en uno de los restaurantes de moda y bebimos cerveza y “mojito cubano” hasta que el sol del ocaso nos recordó que era muy temprano para emborracharnos. Antes de las siete, llegó el mensajero que esperábamos. Llevaba unas pequeñas bolsas de terciopelo, similares a las de ciertas joyas. Eramos cinco amigos, dos de ellos casados, que eran la única pareja del grupo. Las bolsas de ellos eran de color rojo. La mía y las de mis dos amigos solteros, eran de color sepia. Nos miramos entre emocionados y desconcertados. Al abrirlas encontramos una tarjeta de invitación para una fiesta de swingers y una tarjeta de acrílico en la que se leía claramente la frase “RESTRICTED VOYEUR”. Yo sabía claramente lo que significaba: “ver y no tocar se llama respetar”, como decía mi tía solterona cuando de niño me llevaba a algún museo o caja ajena. Total, ver también era disfrutar. El mensajero nos indicó que estuviésemos a las nueve en punto en el muelle del downtown, justo detrás del Hard Rock Café. Justo donde atracaban los catamaranes turísticos del estúpido tour de las estrellas. Tendríamos tiempo para cenar y relajarnos un poco antes de la gran aventura. Una fiesta swinger! Y con lo más selecto de la capital del sol. Qué pensarían mis amigos de Medellín, una ciudad donde el Opus Dei había combatido encarnizadamente la posibilidad remota de abrir bares swinger, si supieran a la fiestecita a la que iba a asistir? Daban ganas de llamarlos para contarles…

jueves, octubre 26, 2006

Pesadillas en Boliva (Parte 1)

AUTOR: Malcom Peñaranda

Luego de haber recorrido Chile y Argentina, me antojé de ir a Uruguay a conocer una amiga, sin tener ya mucha plata ni tiempo, pero sí muchas ilusiones de amigo y de aventurero. Cuando emprendí el viaje de regreso desde Montevideo a Lima (allí tenía que tomar el avión a Bogotá obligatoriamente porque tenía un tiquete que no podía cambiar), decidí viajar en avión de Montevideo a Buenos Aires y de allí a Salta (Argentina) para evitar dar otra vez la larga vuelta por Mendoza y Santiago, como lo había hecho a la ida. En Montevideo me dijeron que en Salta encontraría buses que me llevarían hasta Antofagasta, Iquique o Arica (Chile) y oh sorpresa! Cuando llegué a Salta encontré que todos los boletos de autobuses estaban vendidos hasta el 24 de enero, pues era verano y para ellos alta temporada. Era 10 de enero y yo empezaba a trabajar el 14, por lo cual no podía quedarme allá tanto tiempo.

Me dijeron que la única forma de llegar a Lima era atravesándome Bolivia, y yo como no tenía un mapa a mano y mi memoria geográfica me traicionó en esos momentos, imaginé que Bolivia era un país chico y que lo atravesaría en un día a lo sumo.

Llegué a La Quiaca, un lugar muy extraño que era el último pueblo argentino, después de viajar toda la noche en un autobus super incómodo. Al pasar la frontera, el policía boliviano no me discriminó por ser colombiano como lo hicieron en la frontera chileno-argentina, pero sí me dijo una frase que me preocupó: "bienvenido compañero de tragedia!" Yo le pregunté por qué, y me dijo "pos sí, es que a los colombianos los discriminan igual que a los bolivianos por el asunto de la coca". Tuve que sonreir a la fuerza y seguir con mis dos maletas y un envuelto de dulce de leche que llevaba desde Buenos Aires para mi familia. Al llegar a la estación de tren de ese pueblo extraño, me dijeron que el tren estaba en huelga y que no había despachos hacia La Paz hasta dentro de una semana. La única opción que tenía era montarme en otro autobus durante 36 horas para llegar a La Paz. Casi me desmayo cuando me lo dijeron! 36 HORAS?

Les pregunté entonces si había alguna ciudad cercana que tuviera aeropuerto. Me dijeron que la más cercana era Potosí, pero que quedaba a 12 horas en autobus, y solo viajaban en la noche porque la carretera no era pavimentada. Me resigné a mi suerte y compré el boleto. Eran tan solo las 7 de la mañana y tenía que pasar el día entero en ese pueblo. Pregunté por un hotel, y se burlaron de mí, me dijeron que allí no había hoteles, sino una posada que no era precisamente para blancos. Les dije que yo no era blanco, y ellos me respondieron que tampoco era indígena. La posada era el lugar más espantoso que se puedan imaginar!

La cama estaba invadida de chinches y cucarachas y el baño tenía una litera de tanque alto que sólo había visto en museos y películas antiguas. Había que gritarle a la dueña de la posada para que bombeara el agua necesaria para bañarme. No pude dormir ni una sola hora en esa cama que hedía.

Salí luego a buscar algo que comer y me encontré con que la gente no hablaba español y yo, sabiendo siete lenguas, no me podía comunicar con ellos en ninguna! Sentí la angustia de todos mis estudiantes juntos. Finalmente encontré un argentino y me dijo que allá no habían restaurantes, que lo único que tenían era la plaza de mercado, donde también vendía comida preparada. Lo único que encontré fue una pechuga de pollo empapada en grasa y con pelo a bordo que no fui capaz de comerme, pese al hambre que tenía.

Finalmente en la noche me trepé al autobus y me encontré con que los espacios entre sillas eran tan estrechos que no lograba acomodar mis largas piernas. Al lado había una señora con gallinas vivas y un par de bebés, de los cuales uno se me vomitó encima. Tras doce largas horas de incomodidad, frío inclemente e insomnio llegué a Potosí, una ciudad rarísima en una altiplanicie que a lo único que se me pareció fue a un pueblo colombiano que detestaba. Una vez llegué me fui desesperado a buscar el aeropuerto a bordo de un taxi viejísimo donde el taxista no paraba de llamarme gringo y yo exasperado solo atinaba a contestarle "guevón, no ves que soy latino? cuándo has visto un gringo de piel morena?" y él entonces me decía que como mi cabello era rojizo, yo tenía que ser gringo, o por lo menos, español.

Llegué al aeropuerto que más parecía un aero-potrero. Cuando quise comprar el boleto, el empleado de la aerolínea me dijo que no podía pagar con tarjeta de crédito, porque en Potosí todas las compras eran en efectivo. Le pregunté que cuánto costaba el boleto a La Paz para comprarlo en efectivo, y me dijo que 90 dólaes. A mí solo me quedaban 100 dólares en la billetera y no conocía a nadie en Bolivia, no hablaba sus idiomas, no había dormido ni comido en dos días y tenía tanto dolor de rodillas que me aterraba la idea de montarme en otro bus 24 horas más. Le dí los 90 dólares con la ilusión de llegar a La Paz y de ahí tomar un vuelo a Lima. Pero la pesadilla no terminaba ahí. Faltaban 10 minutos para aterrizar, devolvieron la avioneta hacia La Paz por mal clima. Cancelado el vuelo, 10 dólares en la billetera y ninguna posibilidad de quedarme otro día en Potosí o llegar a La Paz por carretera. Me desesperé y casi que obligué al empleado del aeropuerto a que nos buscara una solución. Finalmente llamó a La Paz y le autorizaron enviarnos por otra aerolínea a La Paz desde Sucre, otra ciudad que quedaba a más de dos horas de allí. Nos enviaron a los ocho pasajeros en dos taxis destartalados hasta el otro aeropuerto para que alcanzáramos el vuelo. Y adivinen qué? Al taxi donde yo iba se le pinchó una llanta y no tenía llanta de repuesto! Estuve al borde del infarto...

Las Intrusas

AUTOR: Carlos A. Fernandez (Argentina)

En memoria


Los hermanos Sandoval, Ramón y Martiniano, vivían en Balvanera, en los fondos de un galpón que usaban como depósito de repuestos de maquinarias. A la muerte de sus padres se hicieron cargo del negocio, sin descuidos ni desatenciones, y sin quitar tampoco mucho tiempo de sus tareas habituales: la noche, las mujeres, las pendencias.

Parcos, sin ser huraños, distribuían su tiempo entre la actividad obligada –atender el galpón- y sus afecciones de putañeros y pendencieros, ambas ejercitadas sin excesos, sino adecuadas a su condición de animales jóvenes.

No compartían ni se comentaban sus andanzas, pero todos sabían que enfrentarse con uno llevaba a encararse con el otro.

Frecuentaban el prostíbulo de la Colorada, llamada así no por el color de su cabello sino porque, dicen, alguna vez la vieron ruborizarse intensamente, nadie sabe cuando ni por qué.

Una pupila nueva, Deolinda, atraía por demás a Ramón, que pasaba mucho tiempo en el burdel, descuidando algo el depósito. Algunas indirectas de Martiniano originaron en los últimos escarceos duelísticos algunas aproximaciones peligrosas de los cuchillos.

Una mañana Ramón salió temprano. La noche anterior no había salido. Volvió al mediodía, con una mujer y una valija.

—Esta es Deolinda —dijo. —Se queda conmigo —Agregó.

Deolinda no perturbaba, hacía sus tareas en silencio, casi no trataba con Martiniano.

Era joven, activa, carnosa.

Paulatinamente la relación entre los hermanos se estaba poniendo tirante. Las opiniones adversas se expresaban principalmente clavando el cuchillo en la mesa. Era evidente que la presencia de Deolinda perturbaba a Martiniano.

Esa tarde Deolinda se despidió con un “Ahora vuelvo”. La mirada interrogante de Martiniano –no pudo evitarla- motivó de Ramón un “Fue a hacer un trámite”.

Volvió Deolinda, con otra mujer y una valija.

—Se llama Elvira —dijo. —Es mi hermana, viene a hacerme compañía.

Ramón agregó. —Si te interesa...

Elvira durmió unos días en la cocina. Al tercer día Martiniano le dijo:

—Agarrá tus cosas y venite a mi pieza.

La situación se había estabilizado, pero los Sandoval eran jóvenes y codiciosos. Cada uno curioseaba la relación del otro.


Ese día la hermanas secretearon seguido, lejos de los hombres. A la noche Elvira, después de lavar los platos, parada en la puerta de la pieza de Ramón, dijo:

—Con permiso, si no le molesta, —Luego de una pausa, agregó— la Deolinda va para lo de don Martiniano.

Ramón la miró, hizo una pausa larga. —Vení, acostate —decidió. Y masculló, entre inquieto y complacido: —Pucha con las intrusas, ya tomaron la manija.

El cambio de pareja se volvió una práctica frecuente. Las ocasiones eran siempre decisión de las mujeres, sin siquiera comentario de los hombres. Sólo una vez Ramón, incorregible, preguntó si no tenían otra hermana.

La muerte de Deolinda, una infección sorpresiva, fulminante, si bien sentida por todos, fue pausadamente asimilada. Elvira alternaba entre las camas, en ocasiones durante la misma noche. Vivían en familia.


La pendencia con los Linares –familia de guapos de cuidado- venía de lejos. Frecuentemente se encontraban, delegando en el cuchillo la resolución del problema. Había sangre, pero hasta ahora no hubo nadie a quién enterrar.

Un sobrino de los Linares, llegado hacía poco al barrio, quiso levantar su cotización en la familia. Una noche de tormentosas borracheras desafió a Ramón. Inexperto y arriesgado, una ominosa hoja en el pecho le reprobó el examen y lo mandó al cementerio.

Ramón envainó el cuchillo, saludó a los presentes y se encaminó a la casa. La humedad de los pastos, o algún presentimiento, hicieron estremecer a Ramón.

Los Linares lo alcanzaron cruzando el baldío. Entre varios lo desangraron por todo el cuerpo. El grito final, ·”¡A la puta, que me matan!”, avisó a Elvira, que terminó de despertar a Martiniano.

El combate fue infernal y desigual. Los Linares, con zarpazos de jauría, se lanzaban sobre las últimas energías de Martiniano.

Elvira, leona arrebatada, finalizó el duelo con el revólver que había traído en su valija. Como en un cuerpo a cuerpo, clavaba un balazo sobre quien alcanzaba con el caño del arma.

Un silencio de noche asustada corrió el telón. Ya era tarde para Martiniano

Elvira lavó y vistió los cuerpos, los acompañó a la fosa, los despidió, volvió a la casa, guardó las pertenencias de sus hombres, y se acostó a dormir en una cama que llevó a la cocina.

De permanente negro, mirada enclaustrada, siguió ocupándose de los intereses de la familia. No estaba muerta, sólo sin perspectivas ni ambiciones.


Cuando algún comedido le indicó que con su juventud y energía todavía podía tener esperanzas de una nueva familia, exclamó:

—¡Por favor!¿Dónde voy a encontrar dos maridos como ellos?

Entre el cielo y el suelo (Parte 1)

AUTOR: Malcom Peñaranda


Les contaré en exclusiva para la lista, otra de mis historias de viajes anecdóticos, y esta vez, no fue ni una pesadilla ni un sueño hermoso, sino que más bien, fue algo de ambos. Por eso el título. Y es que literalmente, estuve entre el cielo y el suelo. Y aunque hubo un romance virtual como eje de la historia, y dado que ocurrió en la ciudad de Seattle, la habría podido titular “Sleepless in Seattle” parodiando la famosa pelicula que protagonizó Tom Hanks, aunque en mi caso fue más bien “Hopeless in Seattle”, pero por respeto a mis co-listeros, preferí darle un título en español.

Este viaje empezó en la última semana de marzo de 1998, cuando fui escogido para dar un par de conferencias en el mayor congreso internacional de profesores de inglés. Por primera vez después de haber terminado la maestría, me escogían como plenarista y eso era un honor que costaba. Más aún, sabiendo que allí estarían mis ex-profesores, compañeros, colegas, amigos y hasta críticos. Daba susto por tanta responsabilidad, pero al mismo tiempo, me llenaba de orgullo porque lo había conseguido por mis méritos y era la primera vez que pagaba el viaje de mi bolsillo, sin tener que depender de los limitados viáticos de la universidad.

El vuelo Medellín-Miami fue suave y placentero. En ese tiempo existía una aerolínea que por precio de cabina nos daba servicio de primera clase, porque veía a los pasajeros como personas y no como clientes. Al ver el tiquete aéreo, me asombré un poco de mi ruta: Medellín-Miami-Charlotte- Seattle-Pittsburgh-Washington DC–Miami- Medellín. Debería atravesar las tres Américas para llegar a mi destino y regresar a casa. Doce horas de vuelo hasta Seattle! Era como ir a Europa, aunque no tan directo. Me alegré entonces de haber decidido parar un día en Miami, donde estaba invitado por mis amigos floridianos a una fiesta salvaje. Pensé entonces en lo duro que había tenido que trabajar los meses anteriores, enseñando un curso de metodología y currículo a unos profesores de una ciudad en medio de la selva y cercana al Océano Atlántico. Miis pensamientos fueros interrumpidos por la llegada de mi compañera de vuelo. El avión tenía configurada toda la cabina con solo dos asientos a cada lado por fila, como si fuera todo de primera clase. A mi lado se sentó una típica mujer TTT: tonta, tetona y trepadora. Tenía más tetas que cerebro y a leguas se notaba que era la típica amante del vivo del pueblo, el consabido “comerciante” que emigraba a Miami para convertirse en el playboy de las películas, sus películas, fantasías mentales en las que Tom Cruise se le quedaba en palotes. La charla de la susodicha era tan fatua que me sentí como reportero de una revista del corazón: “mi papi me compró esto el año pasado”; “lo primero que voy a hacer en Miami es comprarme mucha ropa interior en Victoria’s Secret”; “ojalá que me encuentre con los Stefan!”. Por la ventanilla del avión veía que apenas pasábamos por Jamaica y todavía me faltaba una hora más de cháchara con esa cabezahueca…

domingo, octubre 22, 2006

Hoy, Tango.


AUTOR: Carlos A. Fernandez (Argentina)

Ya suenan los primeros compases. La observo. Se estira lánguida en su asiento, comienza a ondular siguiendo el lamento sinuoso del fueye.

Entrecierra los ojos. Sufre. Goza. Padece el tango. Es mi presa. Cuando se unen necesidad y tango, soledad y tango, libido y tango, ya estoy al acecho.

Inicio el ataque. La veo atrapada en la telaraña del lamento masoca del violín, me acerco, ángulo 100 grados, que me perciba recién a distancia de ataque.

Ni le hablo. Extiendo la mano. Invito a la ceremonia, al acto sagrado e íntimo. Corrijo: no invito, convoco. Ya sabe que está marcada, obedece, como al destino.

Frente a frente, su mano eriza mi nuca, mi mano (anular y medio) intuye el vértigo de sus dunas. Esperamos, un tiempo, dos tiempos, un imperceptible balanceo y el paso lateral junto con el golpe inicial del llamado tribal de los bandoneones.

El violín se vuelve íntimo, sugerente de, no sé. La retengo, la hago volver, sus muslos rozan mi pierna, en pleno kyrie. Una pausa, la sangre volando en las venas, las neuronas invadiendo los poros, un clímax que se sublima en el paso que separa los alientos iniciando el giro explosivo de la danza bajo el desenfreno del bandoneón.

Ya somos uno, o sea tres, ella, el tango y yo. Sufrir, gozar, morir en el lamento desolado de la cuerda punzante que licua y funde las almas de los oficiantes. Agonizar en la ronquera patética de los bajos. Estallar en mil puñales hacia adentro, por el aullido terminal de la nota estirada hasta la angustia. Quebrarse, moldearse a golpes por la turba de violines y fueyes en retumbante marcha guerrera.

Somos un cuerpo, lúcido y pegado a los sentidos, solos de toda soledad en el espacio metafísico del salón. No hay distancia, no hay luz, sólo la nota que rodea, invade y disuelve, los dedos que conectan almas en celo musical, cabezas juntas, atentas y ciegas. Flotamos girando entre notas y silencios. Pausa, y dolor. Pausa, y rencor. Pausa, y otra pausa, impiadosa, cruel.

Pero yo la sostengo, ella lo siente. En el espacio oscuro e ilimitado, el dorso de mi mano la dirige, sus terminales nerviosas concentradas en un punto de su espalda. Otra mano la sostiene, la retiene. Y ella danza, flota en mis brazos.

El tango se arrastra, vencido. Agoniza. Tres compases, lentísimos, trágicos, y muere. Flojos los hilos, las marionetas sueltan los brazos, caen las cabezas; se apagan las miradas.

La hice de goma. Tengo que llevarla hasta su mesa, la ayudo a sentarse. Siento un “gracias” desfallecido, apenas suspirado. No le hablo; me retiro lentamente, hasta desaparecer de su ángulo de visión. Sé –estoy seguro- que su mirada me sigue hasta la orfandad.

Tengo todo controlado. Si el próximo tango ayuda, quiero que me busque, no a la pareja de recién, sino al hombre de su vida.

El Abrojito. Justo, el golpe de gracia. La siento estremecerse, la piel erizada. Inicio el desembarco final.

Un tipo se le acerca. Le dice un “me concedería esta pieza” jurásico. Ella, recuperada, como si nada, responde un “encantada” del mismo período. Se levanta elástica, pantera alerta, e ingresan a la pista. Ni me ve.

Y, claro, las mujeres son multiorgásmicas. Devoran machos de felpa y descansan, lánguidas, soñadoras, relamiéndose de su última víctima, hasta la próxima.

Pero esto no puede quedar así. Me tomo un Viagra y me echo tres milongas al hilo con la primera que pesque en el salón.

Como todos los meses

AUTOR: Carlos A. Fernandez (Argentina)

Qué bueno vernos, puntualmente, como todos los meses. Como si siguiéramos juntos. La losa está limpia, el retrato impecable. El “Tu familia no te olvida” está luminoso. Ya sé que lleva trabajo, y tiempo, pero la tumba refleja el vínculo de los vivos con sus muertos.

Por suerte Jorgito se curó, me tenía preocupado; vamos a ver si una de estas visitas él también viene. En cambio Nacho manda saludos y que le perdones pero no podía venir. No sé qué lo puede tener ocupado, donde está, tan chiquito. Pero, naturalmente, no es mala voluntad.

¿Y las cosas? Siempre igual, tirando. Sin vos, esto no es vida, con perdón, no quise ofender, ni revivir la muerte, si vale la expresión. Pero cuando estábamos juntos ¡cómo disfrutábamos! ¡Cómo lamento la pérdida de esos momentos! Los demás quieren ayudar, levantar el ánimo, pero no es lo mismo.

Por suerte, no debe faltar mucho para que nos juntemos de nuevo, la enfermedad se extiende, el final se acerca, ojalá no sea doloroso. Te extraño, no veo la hora de reencontrarnos, donde sea.

Siempre vuelven a mi memoria instantes compartidos, convividos. Ahora, ni para vos ni para mí, esto es vida; hubo un último respiro que marcó la muerte de los dos. Una vez por mes miramos nuestras muertes, y vivimos un poco. De nostalgia; la memoria no muere tan rápido. El presente, para ambos, cada uno en su lugar, es sólo un estirar la nada hacia lo oscuro.

Está por llover, mejor terminamos la visita, hasta el mes que viene. Acordate que ya no nos vamos a encontrar junto a esta tumba tan linda, con este paisaje. Me mudan a un nicho, segundo subsuelo, nivel 3, fila 14. Acá van a edificar. No va a ser igual. Ojalá no tardes en venir.

Te esperamos. Con Nacho. Vas a verlo, está igualito.