Muestrario de palabras/Cuento

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viernes, noviembre 10, 2006

Parque Cuatro

AUTORA: Monik Matchornikova (Austria)

Árboles sín hojas, y Flores sin pétalos , tallos transparentes y agua cristal , eso miraba evaluando juegos de rostros sín ojos y risas sin labios.
Todo y más o menos similar a la muerte; Circunstancias se decia tomando gotas de aire que parecian globitos de una nada adormecida,
invadida de angustia , intento preguntar el nombre de este singular parque , se acerco a una silueta e intento sónido , pero no hubo más que gemido gutural ,
tiritando de conciencia apuro el paso e intento salir de allí y no encontro puerta ni camino . Sumergida en una divagación extra~a opto por resignarse y quedarse a vivir donde todo era diferente , le llamo Parque Cuatro por la hora aproximada de su llegada e intento recordar sus problemas , se dió cuenta que no los habia y se sento en la tierra hasta la llegada del crepusculo invadida de esa nada Es-Pec-Ta-Cu- Lar.

Decir la verdad

AUTORA: Liliana Varela (Argentina)




--Vengo a matar a Ernesto Quimbel – respondí a la atónita mujer que me observaba del otro lado del mostrador situado en el Paso Fronterizo de Ciudad de Este.

La mujer me observó con detenimiento; podría decirse que algo sorprendida. Auscultándome otra vez, inquirió.

--perdón señora…¿podría repetirme el propósito de su estadía en esta ciudad?.

--he dicho que vengo a matar a Ernesto Quimbel –reiteré ya un tanto fastidiada.

--por favor espéreme unos segundos –dijo la mujer mientras desaparecía de mi vista.

Al rato volvió a aparecer con el que presupuse debería ser su jefe, quien luego de mirarme con detenimiento preguntó

--perdón señora…creo que no ha quedado muy en claro el propósito de su estadía en esta ciudad…¿Usted ha dicho que viene a “matar” a …?

--Ernesto Quimbel –respondí segura de mi misma—y les agradecería no me hicieran perder más tiempo por favor.

El hombre miró a su empleada perplejo; sus miradas se entrecruzaron con la del guardia y nuevamente confluyeron en mi persona.

--Bueno señorita Morales…--dijo mirando a la empleada—déle los papeles a esta señora para que pueda seguir; sinceramente no veo motivo para no dejarla seguir su camino.

--pero señor…Ha dicho que…

--¡señorita! Haga lo que le digo…--bajando el tono hasta casi hacerlo un murmullo agregó-- ¿bajo qué motivo quiere que la detengamos aquí?

--muy bien señor. Aquí tiene señorita…su documento –dijo, mientras yo tomaba los papeles que extendía hacia mi.

--Gracias han sido muy amables; aún debo ir a buscar el arma a la casa de un amigo.

--Sí, vaya tranquila –fueron las últimas palabras que escuche de la mujer del Paso.

Llegué al coqueto apartamento de tres plantas, luego de haber pasado por la casa del amigo de mi padre; aquel que me había facilitado el arma, libre de número y señas.

--Si? –atendió la masculina voz del otro lado del portero-- ¿quién es?

--¿Señor Quimbel? ¿Ernesto Quimbel?

--Si soy yo. ¿qué desea?

--Señor..¿podría bajar? Vengo desde Argentina, a matarlo…y debo irme enseguida…

--¿es una broma? –escuché la voz algo fastidiada.

--No señor; soy hija del señor Torres…quien ayer se suicidó debido a las deudas y la hipoteca contraída con usted.

No escuché nada más; hasta que estuvo frente a mi.

No olvido su atónita mirada al dispararle con el silenciador.

No dejo de recordar su pregunta entrecortada al impactar la bala en su pecho….

--¿A qué esta jugando…de qué me habla….?

--¿pudo cumplir con su propósito señora? –preguntó la mujer que me había atendido aquella mañana en el paso fronterizo.

--Si gracias, ya maté a Ernesto Quimbel y obviamente me deshice del arma. Ahora debo retornar a concluir con el entierro de mi padre…quien ya está bien vengado.

--me alegro por usted señora; aquí tiene sus documentos.

--Gracias es muy amable.

--Visítenos cuando quiera.

--gracias…por el momento mi visita concluyó. –dije mientras me aprestaba a partir—

Cuando arribaba a mi país sentí el Valor de decir la verdad, lo importante que eso era en mi vida: había sido una gran enseñanza de mi padre…que serviría por el resto de mi existencia.

lunes, noviembre 06, 2006

El Flautista

AUTOR: Manuel Cuberos


Me imagino que muchos de ustedes habrán oído hablar del flautista de Hamelín y de su maravillosa flauta mágica. Yo reconozco que, cuando tenía cinco o seis años, me atraía todo este lío de las ratas y los niños arrastrados por la magia musical del protagonista. Basta con que les diga que cuando salía al campo con mi hermano mayor y oía la flauta de algún pastor, corría a esconderme detrás del primer peñasco que encontraba. Ahora, que soy un niño mayor, ya sé que eso es pura fantasía.Y aunque fuese verdad, por mucho que diga mi vecina la "Petro", no acabo de convencerme de que el secuestrador de ratas y niños sea la solución de sus problemas.

-¡Ojalá viniese el flautista de Hamelín y os encerrara en la Cueva de los Murciélagos! –suele gritar la "Petro" cuando nos sorprende robando los limones de su patio.

De todos modos sigo sin aceptar eso de que un señor venga con la música de otra parte a reventarnos la vida en el pueblo. Que es lo que dice el "Botija":

-¿Qué culpa tenemos nosotros de que su limonero sea tan bueno?

Y claro, si de mi patio al suyo se salta en un periquete, no vamos a dejarle a ella todos los limones.

-Luego, si se le pudren en el árbol porque no da abasto a cogerlos todos, se queda el árbol más feo… –eso, mi hermano, que se las pinta solo a la hora de empujarnos a alguna aventura.

Pues a pesar de nuestra buena voluntad para que su limonero no se ponga feo, la "Petro" dice que, bien mirado, el flautista ese les haría más de un favor a algunos vecinos del pueblo si nos coge por banda.

¿Qué a cuento de qué viene esto? Resulta que en Villabermeja andaban el mes pasado muy preocupados por el tema de las ratas, porque, como van a construir una barriada de casitas nuevas, tuvieron que levantar parte del alcantarillado para ampliar su capacidad. Las ratas, que estaban tan a gusto en sus escondites, se alborotaron con las obras y se dedicaron a incordiar al vecindario.

"Donde las dan las toman", dirían ellas.

O como dicen los viejos del lugar: "al amigo y al caballo no apretarlo". Que puestos a comparar, aunque las ratas ni son amigas ni son caballos, algunas había hermosas como liebres.

-Al fin y al cabo, los culpables son los que las han echado de sus casas –dijo el "Botija" un día mientras atinaba con el tirachinas en el lomo de una que se atrevió a merodear a menos de quince metros de nosotros.

-Mira qué bien –comentó la "Petro" al ver la puntería de mi amigo-. Por una vez en la vida podéis ser útiles para algo.

Y "Bastián", el municipal, que la oyó, saltó en plan gracioso:

-Ahora sí que venía bien el dichoso flautista ese de Hamelín. A ver si acababa de una vez con las dos plagas del pueblo.

El asunto nos pareció tan serio que el "Pulga", arguyendo que un ejercicio de tiro sobre blancos móviles serviría de entrenamiento para nuestras batallas, propuso que formásemos una patrulla para perseguir a las ratas.

-Y de camino, quedamos bien con el alcalde –concluyó.

-Además, que el alcalde es capaz de llamar al flautista ese para que nos lleve a todos –dijo su hermano pequeño que, como tiene cinco años, todavía cree en las brujas y esas cosas.

A pesar de su argumento, no fue precisamente el hermano del "Pulga" quien nos convenció. Sea por quedar bien por una vez con el alcalde, sea porque teníamos ganas de gastar energías, como dice mi abuelo, decidimos arreglar los tirachinas y lanzarnos el domingo por la mañana en batida a la caza de las famosas ratas de las alcantarillas.

-¿Dónde vais? –preguntó mi madre al verme salir armado hasta los dientes temiendo otra de nuestras clásicas operaciones de castigo contra los de Alamillo, que como está tan cerquita, nada mejor para gastar las energías sobrantes que una buena batalla…

-Nos vamos de safari –contesté muy ufano-. Vamos a acabar con todas las ratas del pueblo.

-Puestos a matar ratas, a ver si matáis a algún falangista –soltó entre carcajadas el padre del "Botija" que pasaba por mi casa.

Mi madre se puso a discutir con el "Botija" padre.

-Tú, siempre tan burro y tan comunista –le dijo-. Ya me dirás cómo vamos a educar a nuestros hijos en el respeto a los demás.

-Será por el respeto que esa gente nos tenía a nosotros…

Aprovechando la discusión, salí corriendo camino del lugar de concentración. El "Botija" nos había dicho el sábado por la tarde que se trataba de un asunto serio y que había firmado un armisticio, como en las películas de guerra, con los de la escuela de don Felipe. Así que ese domingo no habría guerra ni con los de Alamillo ni con los de don Felipe.

-Además, vamos a ir juntas las dos patrullas –aseguró.

Así que nos juntamos casi todos los niños del pueblo menos los del equipo parroquial, que esos como no saben de peleas ni de tirachinas, no sirven para nada. Durante toda la mañana recorrimos medio pueblo. Quince ratas, dos farolas y los cristales de tres ventanas cayeron ante nuestro ataque. Y considerando que una de las ventanas era de la casa del practicante, lo que habíamos ganado por un lado, lo perdimos por el otro.

-Ya hablaremos cuando llegue la hora de las vacunas –amenazó al primero que pilló por banda.

Y como las desgracias nunca vienen solas, el lunes, nada más salir de la escuela, nos encontramos con el primo del "Botija".

-Nuestro gozo en un pozo –saludó éste-. El ayuntamiento ha contratado a un técnico que esta misma mañana se ha presentado en el pueblo con unos aparatos rarísimos para acabar con las ratas.

-¿Un técnico? –pregunté-. ¿Eso qué es?

-Seguro que un técnico es un mago como el flautista de Hamelín –dijo el "Rubio" en plan sabiondo.

Entre el cielo y el suelo (Parte 4)

AUTOR: Malcom Peñaranda


No tuvimos que decidir. Antonio, más conocido como “Horny Tony”, italiano residente en Miami, nos besó en la mejilla y acto seguido nos mordisqueó el lóbulo de la oreja izquierda al tiempo que nos susurraba “this is a warm swingers’ welcome”, como para que no fuésemos a protestar o hacer repulsa. Nos hizo servir un coctel azuloso que según él, contenía “Atinka”, un poderosísimo vigorizante sudamericano. Y vaya que lo conocía yo. Si en Colombia lo utilizaban para potenciar los caballos en época de apareamiento y para “calentar” mujeres indecisas en fiestas universitarias. Era el Viagra del siglo XX, aunque nunca supe si su orígen era de una planta o de un químico. Mis amigos gringos bebieron con duda, imaginando que los estaban drogando. Yo les aclaré que no tenía efectos narcóticos conocidos, solo una cachondez imparable. Luego nos aclararon las reglas de la fiesta y nos descifraron el misterio de los lazos azules y morados, que hasta entonces no habíamos notado. Los azules eran para UNRESTRICTED VOYEURS y los morados para miembros fundadores del club, aquellos que tenían los mayores privilegios. Y lo mejor de todo: podíamos ascender de sepia a azul solo por compartir un talento o saber específico!

“Sabemos que tienes varios, Malcolm”, me dijo Tony en un inglés incipiente. Pensaba que nuestra asistencia era incógnita o por lo menos que nadie sabría nuestros nombres. De inmediato todos los asistentes me saludaron como si estuviera en una reunión de AA. “Y ustedes, Jeff y Danny?”, le preguntó a mis compañeros solteros. “Pues yo soy médico”, se apresuró a contestar Danny. “Ginecólogo?”, preguntaron algunas mujeres entusiasmadas. “No, dermatólogo”, contestó él un tanto desinflado. “Yo soy arquitecto, pero sé hacer masajes eróticos”, contestó Jeff. El murmullo y las risillas de la audiencia le dieron su aprobación. Jeffrey y yo fuimos conducidos hasta el centro de la enorme sala. Calculo que había entre 100 y 200 swingers. Y oh sorpresa! Entre ellos el arzobispo de Bogotá, tres miembros del poderosisimo grupo empresarial Sindicato Antioqueño, el más grande de mi ciudad. A todos los había visto en los medios, pero a ninguno en persona. Me molestó un poco ver allí al obispo, pues era el supuesto adalid de la moral en la sociedad colombiana. Vaya pedazo de hipócrita. Y pensar que semanas antes había salido en los medios hablando en contra del aborto, la promiscuidad sexual y el movimiento “chastity international”. No obstante, allí estaba muy sonriente agarrando la mano de su novio cubano. En su marcado Spanglish le traducía al arzobispo todo lo que hablábamos.

Recuperándome de mi sorpresa les pregunté qué era lo que querían que les compartiera. “Tus conocimientos de sexualidad oriental, sobre todo los de inyaculación”, contestó uno de los que tenían cordón morado. Y quién les había contado eso? Nunca lo supe. Accedí a hacerlo porque el cordón azul me llamaba a gritos. Aunque ni remotamente imaginé que me tocaría ejercer de profesor en una fiesta swinger. Luego de socializar un poco nos condujeron a unas habitaciones a las que nos seguían grupos de parejas. Parecía un congreso profesional. Cada habitación tenía un cartel elaborado con cartulina y marcador. El de la puerta que transpasé leía “KNOW-HOW”. No todos los asistentes a la fiesta entraron allí, solo las parejas heterosexuales. Durante más de una hora les expliqué lo que recordaba y les enseñé algunas técnicas para propiciar sexualidad tántrica. Eran decentes y respetuosos, incluso para hacer las preguntas. Nada tímidos, pero tampoco guachafos. Al quitarse las togas, lo hacían despacio, como queriendo mostrarme sus cuerpos. No había una sola pareja de feos, ni siquiera gente con cuerpos con sobrepeso. O ejercitaban mucho o tenían muy buen cirujano. Pasado el tiempo, y cuando se encontraban más entusiasmados con el taller, sonó una campana metálica que retumbaba por toda la casa. “Hora de los iniciados”, gritaba Tony desde la sala. A uno de los empresarios que identifiqué y a su esposa, al igual que a Jeff y a mí, nos llevaron a otros espacios de la casa, más amplios que las habitaciones. A mí me tocó en un semi-sótano contiguo a la cocina, pero no pude adivinar a qué espacio de una casa normal correspondería. Una vez entraron todos mis “iniciadores”, me arrancaron la toga y me acostaron en una mesa rectangular en la que me ataron y me vendaron. Uno por uno de los asistentes me empezaron a rondar y me susurraron cosas excitantes en varios idiomas. Luego me tocaban, exploraban, pellizcaban, lamían, besaban y mordían. Todo sucedía tan rápido que no alcanzaba a determinar si eran labios masculinos o femeninos. Delicioso misterio que erotizaba mi piel al extremo. Mi cuerpo se volvió un volcán incontrolable y no sé si decirles si tuve una experiencia sexual grupal o la tuvieron conmigo. No fui violado pero sí aprovechado. No obligué a nadie ni me obligaron. Me volví el “plat du jour” y agradecía no ser un “bocato de cardinale” con arzobispo a bordo. No hubo penetración ni riesgos de ninguna naturaleza. La erupción volcánica quedó evidenciada en un condón que no supe en qué momento me pusieron. “Iniciado”, qué agradable y fascinante sonaba entonces aquella palabra. Al igual que me habían desvestido, me vistieron, me limpiaron y me quitaron la venda de los ojos. De mi cintura colgaba ya el cordón azul. Carpe Diem. Me sentía como un muchacho de pueblo graduándose de la secundaria. Como ascendiendo de mensajero a gerente.

Seguidamente, me llevaron a hacer el tour por las habitaciones donde ya todos estaban dedicados a lo suyo. Tenían luz tenue y un burladero acordonado en el que ubicaban los mirones de cordón sepia. Algunos cuartos tenían letreros muy particulares: “S&M” (sadomasoquistas), “QUEER AND WEIRD” (homosexuales con tendencias raras), “FUCK MY WIFE” (para aquellos que compartían a sus esposas), “THE FARM” (donde había animales) y “THE DARK ROOM” (un cuarto oscuro donde pasaba lo mejor, como en las discotecas de Ibiza). Había más de diez cuartos, pero los otros eran más comunes y mundanos, con strippers, jugueticos y toda clase de diversiones que igual se podían encontrar en los sitios de Collins Avenue o en Homestead. En el de “BI-CURIOUS” (curiosidad por la bisexualidad) encontré a dos de los poderosos empresarios, y los saludé por su nombre de pila, tan solo para disfrutar la expresión de terror en sus rostros. No los conocía, pero les hice creer con aquel saludo que era algun conocido del pasado. Vini, vidi, vinci. Gocé y curioseé varios ambientes. No había soportado durante tres horas la charla hueca de una TTT para ir allí de mirón pasivo. Amanecía en Miami cuando volvimos al muelle, extasiados, algo ebrios y descremados.

Fuimos al apartamento de Jack y Kate sólo para bañarnos y desayunar. Ninguno de nosotros quería dormir. Yo en especial, no podía hacerlo porque mi vuelo salía a las once. Tratamos de procesar todas aquellas experiencias a través de una charla abierta y amigable. Nos conocíamos de varios años atrás, pero solo aquella noche nos habíamos conocido real y plenamente. Llegamos al aeropuerto apenas minutos antes de cerrar el vuelo. Afortunadamente era un vuelo nacional y todavía no había ocurrido lo del 9-11. Abordé un incómodo Boeing 737 de US Airways que me llevó a Charlotte, una ciudad pequeña de las Carolinas, creo que North Carolina, que le servía de “hub” a la aerolínea. Allí debía esperar tres horas para abordar luego otro avión a Seattle. Nueve horas de viaje en total, incluyendo las tres horas de escala. Camino a Charlotte, recordé cada minuto de aquella noche y tenía una sonrisa de satisfacción tan grande en el rostro que no me la habría borrado nadie ni aunque me hubiese hecho engullir todo un frasco de picante mexicano…

viernes, noviembre 03, 2006

Lo que pasó...

AUTOR: Carolina González Velásquez (Chile)

Fue un día soleado, cuando luego de dejar a sus hijos en el colegio y sabiendas que tenía cuatro horas libres, se dispuso a ir a la playa.
Solía hacerlo caminando, le bastaba estar en el mar una hora, así que podría tomarse todo el tiempo del mundo en llegar.
Fue una tarde soleada, venia de una fiesta o algo así, había bebido mas de la cuenta y también consumido algunas cosas mas de la cuenta.
Ninguno de los dos se conocía, pero esa soleada tarde, sin duda el destino los uniría.
Pensaba en sus hijos y él descansó que tendría en la arena y el agua, su salud ha empeorado este ultimo tiempo, ha psicomatizado su depresión, necesita ese descanso y lo tomará sin ningún sentimiento de culpa, ya puede sentir en su piel los rayos de sol y la imperante necesidad del frío salado.
La avenida es un lugar muy transitado y por desdicha todos los semáforos le han tocado en rojo, está apurado, ahora recuerda que tiene la responsabilidad de trabajar, recuerda cuanto tiene qué pagar y la cuota del auto que ahora conduce, no recordó eso si, que el cinturón de seguridad, esta incluido en el valor del auto.
Pierde en determinado momento el control del vehículo y se sube a la vereda, la gente corre y grita, ella, distraída, y muy poca curiosa no se da vuelta, pero algo la arroja a un lado, justo en el momento que el auto se detiene, la golpea, pero ella sigue en pie, es una nube blanca su cara... se miran a los ojos, los de ella y el se encuentran, el al verla de pie, acelera y escapa, ella tal estatua lo mira partir, solo con el recuerdo de los ojos que acaba de ver.
Alguien se acercó a ella, no reacciona y un hilo de sangre corre por su pierna, única muestra del impacto, pálida y fría, no reacciona, casi había muerto y estaba en absoluto silencio, un joven hombre vio todo, la arranca del suelo, la sube a su auto y la lleva al hospital, ella todo lo ve y escucha, pero no está ahí, sentimientos culposos la agobian, si ella hubiera muerto, sus hijos estarían en desamparo, si ella hubiera muerto.....
Pero no estaba muerta, alguien se había apiadado de ella y la llevaba a que un doctor le atendiera la herida, en el camino, por la misma avenida, siente un golpe en su costado, el mismo costado que tenia lastimado, había un automóvil casi sentado a su lado...
Estaba en el hospital, le estaban limpiándola herida -no es nada-le decían- es usted una "suertuda"-, le mostraron sus radiografías, no tenia lesiones, un par de feos hematomas y un leve corte en su muslo derecho.
Él había seguido su camino en estampida, dos cuadras mas allá, había una patrulla y aceleró más aún, la ley estaba ocupada en otra cosa y eso no el no lo sabía... al mirar atrás perdió nuevamente el control de su vehículo, chocó con una camioneta, y salió disparado por los aires...
ahora estaba en la camilla del lado de ella... él lloraba, ella no. Reconoció los ojos, nunca olvida un par de ojos... ella salía de emergencias, la ley entraba.
Su doctor estaba ahí, la miro "una vez más por estos lados"- le dijo- y se le desplomó en los brazos, cuando despertó, le estaban aplicando algo, ella no preguntó, nunca pregunta, pero el doctor que la conoce le preguntaba quien era el responsable de todo eso, ella miro al frente, vio al hombre llorar, al señor joven que la traía con un cabestrillo y sonrió - no fue un responsable, fue un irresponsable- el doctor le recomendó quedarse en observación, ella le rogó imploró y suplicó que no lo hiciera, ella odia los hospitales.
Tres costillas quebradas, una rodilla dislocada, alto grado etílico y quien sabe cuantos gramos de droga en el cuerpo, un auto impago y destrozado, ocho puntos en la cabeza y varias multas... tiene suficiente castigo, él la reconoce y espera que lo acuse también, ella lo mira y le regala una sonrisa, su irresponsabilidad le ha dado una razón a su vida, querer vivir.
Va a su casa, su madre ha ido a buscarla, su madre siempre está cuando ella la llama, ella quiere ser ese tipo de madre, pero le cuesta, se hizo el propósito de mejorar, de ahora en adelante hará lo que tiene que hacer hoy, mañana... mañana puede no llegar.
Durmió varias horas, la ha despertado un agudo dolor en su pierna y en el costado, tiene dos bellos moretones negros que le recordaran por un tiempo por que está ahí.
Por la noche, el joven del auto ha venido a verla, quiere asegurarse que ella está bien, ella sabe que lo conoce, lo ha visto a veces en la iglesia. Él está bien, el seguro reparará los daños
El otro, bien, el otro tendrá que estar varios días en el hospital, lo más probable es que tenga alguna condena, tal vez nunca lo vuelva a ver, pero se le han metido en la cabeza los ojos, y ella, nunca olvida un par de ojos.

Entre el cielo y el suelo (Parte 3)

AUTOR: Malcom Peñaranda

Fuimos a cenar a un lugar muy acogedor en Coconut Grove, propiedad de unos argentinos “re-copados”, como dirían en Buenos Aires. Todos hablaban perfecto inglés, así que no tuve que hacerle a nadie de intérprete. La comida era deliciosa, pero si me preguntan a mí o a cualquiera de mis cuatro amigos qué fue lo que cenamos, no podríamos contestar. Nuestras mentes no estaban allí. Todos estábamos abstraídos en la fiesta swinger. Los dos esposos, con sus tarjetas rojas que leían “FULL SWINGER”, frase que quizás envidiábamos los tres solteros que nos sentíamos tan discriminados en la que adivinábamos sería una orgía piramidal: arriba los faraones, abajo los esclavos. Merde! (suena mejor en francés). Qué frustración. Y si nos casábamos con alguien antes de las nueve? Nos darían un “upgrade” de status?

Los minutos pasaron, pero nuestra ansiedad no. Llegamos muy puntualitos al muelle y allí estaba el catamarán con el santo y seña que nos habían dado. Un tipo con traje muy elegante (en Colombia le decimos “smoking”, pero en inglés americano se llama “tuxedo”, no se cómo le llamarán ustedes) nos esperaba en el acceso acordonado, con una copa de champaña. Nos escoltó hasta la entrada misma del bote y se portó más que amable. Nos sentíamos como celebridades. Adentro, el catamarán parecía más un yate de millonario de Mónaco. A estribor había un vestier donde nos hicieron cambiar de ropa. Lo único que nos dieron para cambiarnos fue una toga blanca y unos lazos (cordones) rojos y sepias. Al salir nos miramos con caras divertidas. Parecíamos protagonistas de cualquiera de las versiones fílmicas de “Calígula”. Aunque a mí me hizo recordar una noche en una discoteca de Ibiza (España), donde todos los clientes teníamos que usar togas parecidas.

Un par de minutos después llegaron otros asistentes, un grupo más numeroso. A ellos les dieron lazos rojos y azules. Nos preguntábamos qué diablos significaría el lazo azul. Cuando ellos terminaron de cambiarse, el barco se empezó a mover y solo entonces recordé que no me gustaba navegar de noche. Pero ese pequeño temor se diluía con la intriga de saber qué significaría aquel lazo azul. El viaje fue corto y suave. Pocos minutos después llegamos a una de las islas conectadas al resto de la ciudad por puentes y canales. La casa en cuyo muelle privado se acomodó el catamarán sólo tenía acceso por el mar y los canales. Parecía no tener puerta frontal. La puerta que daba al muelle era un semi-portal griego al que se accedía por unas escalas muy blancas cubiertas de un techo hecho con un parasol de plástico. Una pareja de apariencia asiática nos saludó a todos y cada uno de los participantes con un sonoro beso en la mejilla, como si fuésemos italianos. Entramos en la casa que más parecía una mansión. En el interior encontramos gente de todos los tamaños, tonos de piel y procedencias étnicas. La mayoría eran parejas, tanto heterosexuales como homosexuales, pero también había mujeres y hombres solos. El anfitrión salió a saludarnos completamente desnudo y con una vigorosa erección. Nos miramos un tanto asombrados como preguntándonos “y a este cómo lo saludamos? Con el clásico apretón de manos o apretando su “quinta extremidad”?

Pesadillas en Bolivia (Parte 3 y final)

AUTOR: Malcom Peñaranda


Cuando llegué al puesto de información, me encontré con la empleada del hotel que me miraba con cara de angustia. Era ella la que me había hecho llamar por los altoparlantes! Sucedió que cuando pagué la cuenta del hotel, la empleada utilizó un voucher de American Express y no de Mastercard, que era la franquicia de mi tarjeta. Si yo no le firmaba el otro voucher, le descontaban a ella esa cuenta de su salario. El alma me volvió al cuerpo y me dirijí de inmediato a la sala de embarque. Quería salir de Bolivia lo antes posible. Ya en el avión, respiré tranquilo y hasta me empezó a desaparecer el sorochi como por arte de magia!
Al llegar a Lima, tuve que enfrentar un nuevo problema. El vuelo de Aeroperú llegó a mediodía y el vuelo con el que conectaba, el de Avianca (aerolínea bandera de Colombia) salía a las 14:00, pero ya estaba lleno. Mi reserva no era para ese día, sino para el día siguiente. Tenía sólo 25 dólares en la billetera y el impuesto de salida del Perú valía 20. No tenía con qué pagar un hotel ni tampoco confiaba en que me sirvieran las tarjetas, así que tuve que echar mano de mi recursividad y de una mentira piadosa. Le dije a la empleada de Avianca que yo había cambiado la reserva para ese día en la oficina de Avianca en Buenos Aires, y se lo dije con tanta seguridad que me creyó. Sin embargo, me argumentaba que no había cupo y que mi cambio no aparecía en su sistema. Me desesperé y le hice un escándalo de padre y señor mío, alegándole que por ser yo colombiano y siendo la aerolínea colombiana, me tenía que dar prioridad en la reserva. Nunca había utilizado argumento más estúpido en
mi vida. Es que la angustia lo lleva a uno a decir una sandeces! Me dijo que esperara durante una hora hasta que hubiera chequeado por lo menos al 80% de los pasajeros de clases normales (no primera clase) y si quedaban cupos o no-shows, me daba prioridad. Por suerte, dos pasajeros que iban a Quito (Ecuador) no se presentaron. Cuando abordé ese Boeing 757, me sentí literalmente en el cielo. El vuelo era con escala en Quito y bastante largo, por lo que llegué a Bogotá al anochecer y alcancé la conexión a Medellín, afortunadamente. El vuelo de Lima a Bogotá fue placentero y aunque tuve como compañero de silla a un venezolano pomposo y que presumía de riquezas y habilidades que a la vista no tenía, nunca había disfrutado tanto de escuchar nuevamente un acento venezolano. Era como sentirme en casa, en cierta manera. Al aterrizar en Bogotá, la ciudad que nunca me ha gustado, me resultó hasta bonita. Sentí hasta ganas de besar el suelo de la pista, como lo hace el papa. Cuando est
uve frente al oficial de inmigración, lo abracé con emoción y el tipo por supuesto, se asustó. Me preguntó si venía deportado. Le contesté que no, que simplemente acababa de salir del infierno y me alegraba estar de vuelta en casa.

lunes, octubre 30, 2006

Pesadillas en Boliva (Parte 2)

AUTOR: Malcom Peñaranda


Luego de mucho insistirle al pasivo del taxista, nos envió hasta Sucre en otro taxi que milagrosamente pasó por allí en esos momentos. Cuando llegamos al aeropuerto, nos hicieron pasar al avión directamente (éste ya era un Boeing 727, no una avioneta) y el equipaje lo tiraron en la bodega de equipajes de la aeronave porque según ellos, llevaban más de media hora esperándonos. Por qué nos esperaron? Porque los otros pasajeros del otro taxi armaron un escándalo para que nos esperaran. Al abordar el avión, los demás pasajeros nos recibieron con una rechifla que ni que hubiésemos sido jugadores de la selección boliviana de fútbol y acabásemos de perder la clasificación.

Lo que siguió fue un vuelo boomerang, como lo llaman los canadienses, o “la vuelta del bobo”, como lo llamamos los colombianos. Viajamos hasta Santa Cruz de la Sierra, ciudad situada al sur-oriente del país, para devolvernos luego hasta La Paz, situada al nor-occidente del país. Sería por cuestión de demanda, o tal vez porque la aerolínea se llamaba Aerosur. Llegando a La Paz, nos anunciaron que aterrizaríamos en el aeropuerto de El Alto en contados minutos. Sentí cuando la aeronave bajó el tren de aterrizaje y me asusté un poco porque el avión no descendió un solo metro, sino que aterrizó con la misma altura que traía, como si se tratase de un águila en la cima de una montaña. Pensé para mis adentros: “será que ya estamos muertos y estamos llegando es al cielo?” Al bajar me enteré que el famoso aeropuerto quedaba a 4.800 metros sobre el nivel del mar! Al intentar caminar me sentí pesadísimo y como si el aire sólo llegara hasta la mitad de mis pulmones. Minutos después, los extranjeros que veníamos en el vuelo empezamos a caer desgonzados, perdiendo casi por completo el conocimiento. “Es el sorochi”, me decía un boliviano con una sonrisa entre pícara e indiferente. Luego nos llevaron a la enfermería del aeropuerto y un médico nos chequeó y nos contó que lo que teníamos era el mal de la altura, o “sorochi”. Nos sirvió una bebida aromática y nos la hizo beber a grandes sorbos. Cuando pregunté qué era, me contestó que era té de coca! Casi lo vomito del susto!!!

Té de coca? Tenían que narcotizarme para aliviarme el maldito sorochi? Con la mala fama que cargamos los colombianos y ahora un médico me hacía consumir coca? Viendo mi angustia y mi ignorancia de tan exótica bebida, el médico me aclaró que era solo un té relajante y reanimante, pero que no tenía efecto narcótico alguno. Y yo que ya tenía los cojones en la garganta, qué me iba a relajar con un té!!!

Luego el médico nos enseñó a caminar y respirar en semejante altura y nos provisionó con unas pastillitas para cualquier síntoma posterior. Reclamé el equipaje y entonces pensé: “y ahora cómo carajos llego a La Paz?” Me acerqué a la burbuja de información y me dijeron que un taxi me costaría el equivalente a 12 dólares, pero yo solo tenía 10. Justo en ese momento llegaron dos gringos que no sabían ni una palabra de español y que representaban mi salvación. Les serví de intérprete con una sonrisa de oreja a oreja y con una amabilidad superior a la de cualquier prostituta con pocos clientes. Les conté luego mi historia, y como eran una pareja de turistas otoñales que se gastaban su pensión de jubilación recorriendo el mundo, se compadecieron de mi tragedia y se ofrecieron llevarme en el taxi que tomaron hasta el hotel, que concidencialmente era el mismo que yo había elegido. Y aleluyah! Allí sí recibían tarjetas de crédito!!! Caminé hasta el centro de la ciudad y encontré un cajero automático que me dio solo cincuenta dólares, dinero que yo creía suficiente para llegar hasta Colombia, pues no pensaba gastar en nada diferente a los impuestos de salida de Bolivia y Perú.

En la noche invité al par de viejitos gringos a cenar y me gasté una parte del cupo que me quedaba en una de las tarjetas de crédito, con la cual también pagué el hotel al día siguiente. Ellos estaban fascinados con La Paz, yo en cambio, la veía como una ciudad cárcel que más que paz me producía angustia. Les emocionaba pensar que el día siguiente conocerían indígenas andinos en su hábitat. Al día siguiente, me fui temprano al aeropuerto y compré un boleto en el primer vuelo que salía a Lima, en un destartalado avión de Aeroperú que hacía escala en Cusco. Pagué con la otra tarjeta de crédito, aún cuando sospechaba que ya no tenía cupo porque me había antojado de ropa en Buenos Aires. El boleto costaba 200 dólares, mucho más de lo que yo había imaginado. Pero aprobó el cargo. Pagué y me retiré a una cafetería a tomarme el último té de coca, esta vez sí para relajarme. Faltaban pocos minutos para abordar cuando escuché que me llamaban por el altoparlante del aeropuerto! “El señor Malcolm Peñaranda es solicitado urgentemente en el puesto de información”. Se me congeló la sangre en las venas!!!

Me habían rechazado la tarjeta de crédito? Me deportarían por fraude? Era delito para los extranjeros beber el puto té de coca? Tendría que viajar 24 horas en autobus boliviano para llegar a Lima? Me vería obligado a pasar nadando el lago Titicaca para poder llegar al Perú? Las piernas me temblaban desde el tobillo hasta la ingle cuando llegué hasta el puesto de información....

Entre el cielo y el suelo (Parte 2)

AUTOR: Malcom Peñaranda

Pensé entonces si valdría la pena darle la misma cátedra que les había dado a mis estudiantes del curso de metodología y currículo: “el orígen del hombre como concepto filosófico”. Para hacerlo había tenido que estudiar, leer y re-leer a Descartes y buscar mil y un métodos para hacerlo comprensible para aquellos profesores de primer grado del escalafón. Empero, me tomó más tiempo del que había planeado y sobretodo, lograr que entendieran su vinculación con la filosofía de la educación moderna. Pero no, a esa mujer no le iba a interesar semejante tema. Tenía que encontrar una forma de callarla! Y no podía ser con un pedazo de “carne”. Bingo! Tal vez si le explicaba el Edipo mal resuelto de su amante, ella entendería porque él siempre quería que se pusiera unas prótesis más grandes en sus ya abultadas pechugas. El servicio a bordo me salvó de entrar en semejante explicación freudiana.

Más tarde, al sobrevolar Cuba, me hizo la segunda pregunta más estúpida que me han hecho en la vida “estás seguro de que Cuba es una isla?” Me argumentó que llevábamos más de 20 minutos sobrevolándola y no acabábamos de pasarla. Entre desesperado y cansado, le contesté que había estado en Cuba dos veces y por ninguno de sus extremos se conectaba con el continente. Finalmente empezamos a ver los cayos y poco después el enorme Airbus 320 aterrizó bruscamente en el aeropuerto de Miami. Respiré aliviado. La capital del sol no solamente me representaba descansar un poco y volver a disfrutar de la charla de mujeres inteligentes, sino asistir a esa fiesta salvaje sorpresa que ya me intrigaba.

En la fila de inmigración, la rubia tetona me extendió un papelito con su número telefónico para que fuese a visitarla donde su “papi” (Sugar Daddy), un amante de medio pelo que imaginé tan ordinario como ella. Al salir de las filas de inmigración y de la aduana, encontré a mis amigos esperándome con un gracioso cartel que leía “welcome to sex paradise”. No me ruboricé como ellos esperaban, por el contrario, sonreí porque los demás colombianos del vuelo me miraban escandalizados.

Confirmé mi conexión del día siguiente. me deshice de mi equipaje en el guarda-equipajes del concourse H y me acomodé en el jeep que ellos llevaron para recogerme. Nos dirigimos directamente a South Beach. El aire caliente en mi cara me recordó emociones pasajeras. Al llegar al famoso Ocean Drive, nos ubicamos en uno de los restaurantes de moda y bebimos cerveza y “mojito cubano” hasta que el sol del ocaso nos recordó que era muy temprano para emborracharnos. Antes de las siete, llegó el mensajero que esperábamos. Llevaba unas pequeñas bolsas de terciopelo, similares a las de ciertas joyas. Eramos cinco amigos, dos de ellos casados, que eran la única pareja del grupo. Las bolsas de ellos eran de color rojo. La mía y las de mis dos amigos solteros, eran de color sepia. Nos miramos entre emocionados y desconcertados. Al abrirlas encontramos una tarjeta de invitación para una fiesta de swingers y una tarjeta de acrílico en la que se leía claramente la frase “RESTRICTED VOYEUR”. Yo sabía claramente lo que significaba: “ver y no tocar se llama respetar”, como decía mi tía solterona cuando de niño me llevaba a algún museo o caja ajena. Total, ver también era disfrutar. El mensajero nos indicó que estuviésemos a las nueve en punto en el muelle del downtown, justo detrás del Hard Rock Café. Justo donde atracaban los catamaranes turísticos del estúpido tour de las estrellas. Tendríamos tiempo para cenar y relajarnos un poco antes de la gran aventura. Una fiesta swinger! Y con lo más selecto de la capital del sol. Qué pensarían mis amigos de Medellín, una ciudad donde el Opus Dei había combatido encarnizadamente la posibilidad remota de abrir bares swinger, si supieran a la fiestecita a la que iba a asistir? Daban ganas de llamarlos para contarles…

jueves, octubre 26, 2006

Pesadillas en Boliva (Parte 1)

AUTOR: Malcom Peñaranda

Luego de haber recorrido Chile y Argentina, me antojé de ir a Uruguay a conocer una amiga, sin tener ya mucha plata ni tiempo, pero sí muchas ilusiones de amigo y de aventurero. Cuando emprendí el viaje de regreso desde Montevideo a Lima (allí tenía que tomar el avión a Bogotá obligatoriamente porque tenía un tiquete que no podía cambiar), decidí viajar en avión de Montevideo a Buenos Aires y de allí a Salta (Argentina) para evitar dar otra vez la larga vuelta por Mendoza y Santiago, como lo había hecho a la ida. En Montevideo me dijeron que en Salta encontraría buses que me llevarían hasta Antofagasta, Iquique o Arica (Chile) y oh sorpresa! Cuando llegué a Salta encontré que todos los boletos de autobuses estaban vendidos hasta el 24 de enero, pues era verano y para ellos alta temporada. Era 10 de enero y yo empezaba a trabajar el 14, por lo cual no podía quedarme allá tanto tiempo.

Me dijeron que la única forma de llegar a Lima era atravesándome Bolivia, y yo como no tenía un mapa a mano y mi memoria geográfica me traicionó en esos momentos, imaginé que Bolivia era un país chico y que lo atravesaría en un día a lo sumo.

Llegué a La Quiaca, un lugar muy extraño que era el último pueblo argentino, después de viajar toda la noche en un autobus super incómodo. Al pasar la frontera, el policía boliviano no me discriminó por ser colombiano como lo hicieron en la frontera chileno-argentina, pero sí me dijo una frase que me preocupó: "bienvenido compañero de tragedia!" Yo le pregunté por qué, y me dijo "pos sí, es que a los colombianos los discriminan igual que a los bolivianos por el asunto de la coca". Tuve que sonreir a la fuerza y seguir con mis dos maletas y un envuelto de dulce de leche que llevaba desde Buenos Aires para mi familia. Al llegar a la estación de tren de ese pueblo extraño, me dijeron que el tren estaba en huelga y que no había despachos hacia La Paz hasta dentro de una semana. La única opción que tenía era montarme en otro autobus durante 36 horas para llegar a La Paz. Casi me desmayo cuando me lo dijeron! 36 HORAS?

Les pregunté entonces si había alguna ciudad cercana que tuviera aeropuerto. Me dijeron que la más cercana era Potosí, pero que quedaba a 12 horas en autobus, y solo viajaban en la noche porque la carretera no era pavimentada. Me resigné a mi suerte y compré el boleto. Eran tan solo las 7 de la mañana y tenía que pasar el día entero en ese pueblo. Pregunté por un hotel, y se burlaron de mí, me dijeron que allí no había hoteles, sino una posada que no era precisamente para blancos. Les dije que yo no era blanco, y ellos me respondieron que tampoco era indígena. La posada era el lugar más espantoso que se puedan imaginar!

La cama estaba invadida de chinches y cucarachas y el baño tenía una litera de tanque alto que sólo había visto en museos y películas antiguas. Había que gritarle a la dueña de la posada para que bombeara el agua necesaria para bañarme. No pude dormir ni una sola hora en esa cama que hedía.

Salí luego a buscar algo que comer y me encontré con que la gente no hablaba español y yo, sabiendo siete lenguas, no me podía comunicar con ellos en ninguna! Sentí la angustia de todos mis estudiantes juntos. Finalmente encontré un argentino y me dijo que allá no habían restaurantes, que lo único que tenían era la plaza de mercado, donde también vendía comida preparada. Lo único que encontré fue una pechuga de pollo empapada en grasa y con pelo a bordo que no fui capaz de comerme, pese al hambre que tenía.

Finalmente en la noche me trepé al autobus y me encontré con que los espacios entre sillas eran tan estrechos que no lograba acomodar mis largas piernas. Al lado había una señora con gallinas vivas y un par de bebés, de los cuales uno se me vomitó encima. Tras doce largas horas de incomodidad, frío inclemente e insomnio llegué a Potosí, una ciudad rarísima en una altiplanicie que a lo único que se me pareció fue a un pueblo colombiano que detestaba. Una vez llegué me fui desesperado a buscar el aeropuerto a bordo de un taxi viejísimo donde el taxista no paraba de llamarme gringo y yo exasperado solo atinaba a contestarle "guevón, no ves que soy latino? cuándo has visto un gringo de piel morena?" y él entonces me decía que como mi cabello era rojizo, yo tenía que ser gringo, o por lo menos, español.

Llegué al aeropuerto que más parecía un aero-potrero. Cuando quise comprar el boleto, el empleado de la aerolínea me dijo que no podía pagar con tarjeta de crédito, porque en Potosí todas las compras eran en efectivo. Le pregunté que cuánto costaba el boleto a La Paz para comprarlo en efectivo, y me dijo que 90 dólaes. A mí solo me quedaban 100 dólares en la billetera y no conocía a nadie en Bolivia, no hablaba sus idiomas, no había dormido ni comido en dos días y tenía tanto dolor de rodillas que me aterraba la idea de montarme en otro bus 24 horas más. Le dí los 90 dólares con la ilusión de llegar a La Paz y de ahí tomar un vuelo a Lima. Pero la pesadilla no terminaba ahí. Faltaban 10 minutos para aterrizar, devolvieron la avioneta hacia La Paz por mal clima. Cancelado el vuelo, 10 dólares en la billetera y ninguna posibilidad de quedarme otro día en Potosí o llegar a La Paz por carretera. Me desesperé y casi que obligué al empleado del aeropuerto a que nos buscara una solución. Finalmente llamó a La Paz y le autorizaron enviarnos por otra aerolínea a La Paz desde Sucre, otra ciudad que quedaba a más de dos horas de allí. Nos enviaron a los ocho pasajeros en dos taxis destartalados hasta el otro aeropuerto para que alcanzáramos el vuelo. Y adivinen qué? Al taxi donde yo iba se le pinchó una llanta y no tenía llanta de repuesto! Estuve al borde del infarto...

Las Intrusas

AUTOR: Carlos A. Fernandez (Argentina)

En memoria


Los hermanos Sandoval, Ramón y Martiniano, vivían en Balvanera, en los fondos de un galpón que usaban como depósito de repuestos de maquinarias. A la muerte de sus padres se hicieron cargo del negocio, sin descuidos ni desatenciones, y sin quitar tampoco mucho tiempo de sus tareas habituales: la noche, las mujeres, las pendencias.

Parcos, sin ser huraños, distribuían su tiempo entre la actividad obligada –atender el galpón- y sus afecciones de putañeros y pendencieros, ambas ejercitadas sin excesos, sino adecuadas a su condición de animales jóvenes.

No compartían ni se comentaban sus andanzas, pero todos sabían que enfrentarse con uno llevaba a encararse con el otro.

Frecuentaban el prostíbulo de la Colorada, llamada así no por el color de su cabello sino porque, dicen, alguna vez la vieron ruborizarse intensamente, nadie sabe cuando ni por qué.

Una pupila nueva, Deolinda, atraía por demás a Ramón, que pasaba mucho tiempo en el burdel, descuidando algo el depósito. Algunas indirectas de Martiniano originaron en los últimos escarceos duelísticos algunas aproximaciones peligrosas de los cuchillos.

Una mañana Ramón salió temprano. La noche anterior no había salido. Volvió al mediodía, con una mujer y una valija.

—Esta es Deolinda —dijo. —Se queda conmigo —Agregó.

Deolinda no perturbaba, hacía sus tareas en silencio, casi no trataba con Martiniano.

Era joven, activa, carnosa.

Paulatinamente la relación entre los hermanos se estaba poniendo tirante. Las opiniones adversas se expresaban principalmente clavando el cuchillo en la mesa. Era evidente que la presencia de Deolinda perturbaba a Martiniano.

Esa tarde Deolinda se despidió con un “Ahora vuelvo”. La mirada interrogante de Martiniano –no pudo evitarla- motivó de Ramón un “Fue a hacer un trámite”.

Volvió Deolinda, con otra mujer y una valija.

—Se llama Elvira —dijo. —Es mi hermana, viene a hacerme compañía.

Ramón agregó. —Si te interesa...

Elvira durmió unos días en la cocina. Al tercer día Martiniano le dijo:

—Agarrá tus cosas y venite a mi pieza.

La situación se había estabilizado, pero los Sandoval eran jóvenes y codiciosos. Cada uno curioseaba la relación del otro.


Ese día la hermanas secretearon seguido, lejos de los hombres. A la noche Elvira, después de lavar los platos, parada en la puerta de la pieza de Ramón, dijo:

—Con permiso, si no le molesta, —Luego de una pausa, agregó— la Deolinda va para lo de don Martiniano.

Ramón la miró, hizo una pausa larga. —Vení, acostate —decidió. Y masculló, entre inquieto y complacido: —Pucha con las intrusas, ya tomaron la manija.

El cambio de pareja se volvió una práctica frecuente. Las ocasiones eran siempre decisión de las mujeres, sin siquiera comentario de los hombres. Sólo una vez Ramón, incorregible, preguntó si no tenían otra hermana.

La muerte de Deolinda, una infección sorpresiva, fulminante, si bien sentida por todos, fue pausadamente asimilada. Elvira alternaba entre las camas, en ocasiones durante la misma noche. Vivían en familia.


La pendencia con los Linares –familia de guapos de cuidado- venía de lejos. Frecuentemente se encontraban, delegando en el cuchillo la resolución del problema. Había sangre, pero hasta ahora no hubo nadie a quién enterrar.

Un sobrino de los Linares, llegado hacía poco al barrio, quiso levantar su cotización en la familia. Una noche de tormentosas borracheras desafió a Ramón. Inexperto y arriesgado, una ominosa hoja en el pecho le reprobó el examen y lo mandó al cementerio.

Ramón envainó el cuchillo, saludó a los presentes y se encaminó a la casa. La humedad de los pastos, o algún presentimiento, hicieron estremecer a Ramón.

Los Linares lo alcanzaron cruzando el baldío. Entre varios lo desangraron por todo el cuerpo. El grito final, ·”¡A la puta, que me matan!”, avisó a Elvira, que terminó de despertar a Martiniano.

El combate fue infernal y desigual. Los Linares, con zarpazos de jauría, se lanzaban sobre las últimas energías de Martiniano.

Elvira, leona arrebatada, finalizó el duelo con el revólver que había traído en su valija. Como en un cuerpo a cuerpo, clavaba un balazo sobre quien alcanzaba con el caño del arma.

Un silencio de noche asustada corrió el telón. Ya era tarde para Martiniano

Elvira lavó y vistió los cuerpos, los acompañó a la fosa, los despidió, volvió a la casa, guardó las pertenencias de sus hombres, y se acostó a dormir en una cama que llevó a la cocina.

De permanente negro, mirada enclaustrada, siguió ocupándose de los intereses de la familia. No estaba muerta, sólo sin perspectivas ni ambiciones.


Cuando algún comedido le indicó que con su juventud y energía todavía podía tener esperanzas de una nueva familia, exclamó:

—¡Por favor!¿Dónde voy a encontrar dos maridos como ellos?

Entre el cielo y el suelo (Parte 1)

AUTOR: Malcom Peñaranda


Les contaré en exclusiva para la lista, otra de mis historias de viajes anecdóticos, y esta vez, no fue ni una pesadilla ni un sueño hermoso, sino que más bien, fue algo de ambos. Por eso el título. Y es que literalmente, estuve entre el cielo y el suelo. Y aunque hubo un romance virtual como eje de la historia, y dado que ocurrió en la ciudad de Seattle, la habría podido titular “Sleepless in Seattle” parodiando la famosa pelicula que protagonizó Tom Hanks, aunque en mi caso fue más bien “Hopeless in Seattle”, pero por respeto a mis co-listeros, preferí darle un título en español.

Este viaje empezó en la última semana de marzo de 1998, cuando fui escogido para dar un par de conferencias en el mayor congreso internacional de profesores de inglés. Por primera vez después de haber terminado la maestría, me escogían como plenarista y eso era un honor que costaba. Más aún, sabiendo que allí estarían mis ex-profesores, compañeros, colegas, amigos y hasta críticos. Daba susto por tanta responsabilidad, pero al mismo tiempo, me llenaba de orgullo porque lo había conseguido por mis méritos y era la primera vez que pagaba el viaje de mi bolsillo, sin tener que depender de los limitados viáticos de la universidad.

El vuelo Medellín-Miami fue suave y placentero. En ese tiempo existía una aerolínea que por precio de cabina nos daba servicio de primera clase, porque veía a los pasajeros como personas y no como clientes. Al ver el tiquete aéreo, me asombré un poco de mi ruta: Medellín-Miami-Charlotte- Seattle-Pittsburgh-Washington DC–Miami- Medellín. Debería atravesar las tres Américas para llegar a mi destino y regresar a casa. Doce horas de vuelo hasta Seattle! Era como ir a Europa, aunque no tan directo. Me alegré entonces de haber decidido parar un día en Miami, donde estaba invitado por mis amigos floridianos a una fiesta salvaje. Pensé entonces en lo duro que había tenido que trabajar los meses anteriores, enseñando un curso de metodología y currículo a unos profesores de una ciudad en medio de la selva y cercana al Océano Atlántico. Miis pensamientos fueros interrumpidos por la llegada de mi compañera de vuelo. El avión tenía configurada toda la cabina con solo dos asientos a cada lado por fila, como si fuera todo de primera clase. A mi lado se sentó una típica mujer TTT: tonta, tetona y trepadora. Tenía más tetas que cerebro y a leguas se notaba que era la típica amante del vivo del pueblo, el consabido “comerciante” que emigraba a Miami para convertirse en el playboy de las películas, sus películas, fantasías mentales en las que Tom Cruise se le quedaba en palotes. La charla de la susodicha era tan fatua que me sentí como reportero de una revista del corazón: “mi papi me compró esto el año pasado”; “lo primero que voy a hacer en Miami es comprarme mucha ropa interior en Victoria’s Secret”; “ojalá que me encuentre con los Stefan!”. Por la ventanilla del avión veía que apenas pasábamos por Jamaica y todavía me faltaba una hora más de cháchara con esa cabezahueca…

domingo, octubre 22, 2006

Hoy, Tango.


AUTOR: Carlos A. Fernandez (Argentina)

Ya suenan los primeros compases. La observo. Se estira lánguida en su asiento, comienza a ondular siguiendo el lamento sinuoso del fueye.

Entrecierra los ojos. Sufre. Goza. Padece el tango. Es mi presa. Cuando se unen necesidad y tango, soledad y tango, libido y tango, ya estoy al acecho.

Inicio el ataque. La veo atrapada en la telaraña del lamento masoca del violín, me acerco, ángulo 100 grados, que me perciba recién a distancia de ataque.

Ni le hablo. Extiendo la mano. Invito a la ceremonia, al acto sagrado e íntimo. Corrijo: no invito, convoco. Ya sabe que está marcada, obedece, como al destino.

Frente a frente, su mano eriza mi nuca, mi mano (anular y medio) intuye el vértigo de sus dunas. Esperamos, un tiempo, dos tiempos, un imperceptible balanceo y el paso lateral junto con el golpe inicial del llamado tribal de los bandoneones.

El violín se vuelve íntimo, sugerente de, no sé. La retengo, la hago volver, sus muslos rozan mi pierna, en pleno kyrie. Una pausa, la sangre volando en las venas, las neuronas invadiendo los poros, un clímax que se sublima en el paso que separa los alientos iniciando el giro explosivo de la danza bajo el desenfreno del bandoneón.

Ya somos uno, o sea tres, ella, el tango y yo. Sufrir, gozar, morir en el lamento desolado de la cuerda punzante que licua y funde las almas de los oficiantes. Agonizar en la ronquera patética de los bajos. Estallar en mil puñales hacia adentro, por el aullido terminal de la nota estirada hasta la angustia. Quebrarse, moldearse a golpes por la turba de violines y fueyes en retumbante marcha guerrera.

Somos un cuerpo, lúcido y pegado a los sentidos, solos de toda soledad en el espacio metafísico del salón. No hay distancia, no hay luz, sólo la nota que rodea, invade y disuelve, los dedos que conectan almas en celo musical, cabezas juntas, atentas y ciegas. Flotamos girando entre notas y silencios. Pausa, y dolor. Pausa, y rencor. Pausa, y otra pausa, impiadosa, cruel.

Pero yo la sostengo, ella lo siente. En el espacio oscuro e ilimitado, el dorso de mi mano la dirige, sus terminales nerviosas concentradas en un punto de su espalda. Otra mano la sostiene, la retiene. Y ella danza, flota en mis brazos.

El tango se arrastra, vencido. Agoniza. Tres compases, lentísimos, trágicos, y muere. Flojos los hilos, las marionetas sueltan los brazos, caen las cabezas; se apagan las miradas.

La hice de goma. Tengo que llevarla hasta su mesa, la ayudo a sentarse. Siento un “gracias” desfallecido, apenas suspirado. No le hablo; me retiro lentamente, hasta desaparecer de su ángulo de visión. Sé –estoy seguro- que su mirada me sigue hasta la orfandad.

Tengo todo controlado. Si el próximo tango ayuda, quiero que me busque, no a la pareja de recién, sino al hombre de su vida.

El Abrojito. Justo, el golpe de gracia. La siento estremecerse, la piel erizada. Inicio el desembarco final.

Un tipo se le acerca. Le dice un “me concedería esta pieza” jurásico. Ella, recuperada, como si nada, responde un “encantada” del mismo período. Se levanta elástica, pantera alerta, e ingresan a la pista. Ni me ve.

Y, claro, las mujeres son multiorgásmicas. Devoran machos de felpa y descansan, lánguidas, soñadoras, relamiéndose de su última víctima, hasta la próxima.

Pero esto no puede quedar así. Me tomo un Viagra y me echo tres milongas al hilo con la primera que pesque en el salón.

Como todos los meses

AUTOR: Carlos A. Fernandez (Argentina)

Qué bueno vernos, puntualmente, como todos los meses. Como si siguiéramos juntos. La losa está limpia, el retrato impecable. El “Tu familia no te olvida” está luminoso. Ya sé que lleva trabajo, y tiempo, pero la tumba refleja el vínculo de los vivos con sus muertos.

Por suerte Jorgito se curó, me tenía preocupado; vamos a ver si una de estas visitas él también viene. En cambio Nacho manda saludos y que le perdones pero no podía venir. No sé qué lo puede tener ocupado, donde está, tan chiquito. Pero, naturalmente, no es mala voluntad.

¿Y las cosas? Siempre igual, tirando. Sin vos, esto no es vida, con perdón, no quise ofender, ni revivir la muerte, si vale la expresión. Pero cuando estábamos juntos ¡cómo disfrutábamos! ¡Cómo lamento la pérdida de esos momentos! Los demás quieren ayudar, levantar el ánimo, pero no es lo mismo.

Por suerte, no debe faltar mucho para que nos juntemos de nuevo, la enfermedad se extiende, el final se acerca, ojalá no sea doloroso. Te extraño, no veo la hora de reencontrarnos, donde sea.

Siempre vuelven a mi memoria instantes compartidos, convividos. Ahora, ni para vos ni para mí, esto es vida; hubo un último respiro que marcó la muerte de los dos. Una vez por mes miramos nuestras muertes, y vivimos un poco. De nostalgia; la memoria no muere tan rápido. El presente, para ambos, cada uno en su lugar, es sólo un estirar la nada hacia lo oscuro.

Está por llover, mejor terminamos la visita, hasta el mes que viene. Acordate que ya no nos vamos a encontrar junto a esta tumba tan linda, con este paisaje. Me mudan a un nicho, segundo subsuelo, nivel 3, fila 14. Acá van a edificar. No va a ser igual. Ojalá no tardes en venir.

Te esperamos. Con Nacho. Vas a verlo, está igualito.